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Urbana *

jueves, 27 de septiembre de 2007

Mendigo, reparador...


"Por los senderos, en noches de invierno, sin techo, sin ropa, sin pan, una voz me atenazaba el corazón helado..." (Rimbaud)

Era inevitable verlo todas las mañanas cuando me iba a estudiar. Era ya parte de la rutina diaria darle una moneda y sentir compasión por él. Era un consuelo pensar que siempre hay alguien peor que uno.

La estación de metro Baquedano era su casa, albergaba ahí su cuerpo, su espíritu, su decadencia, y más tarde supe, sus recuerdos. Era un hombre relativamente joven para mí, bordeaba los treinta, pero a simple vista aparentaba más de cuarenta. Su ropa era un desastre, su pelo y su barba también.

Un día, de la nada, bajo el efecto solar supongo yo, lo miré, me acerqué y lo invité a tomar un café a un lugar que me habían recomendado. Él, respetuosa y amablemente aceptó. Nos dirigimos hacia la cafetería sin pronunciar palabra alguna durante todo el trayecto.

Cuando ya nos sentamos, y ahora bajo el efecto de la cafeína supongo yo, me comenzó a hablar de su gusto por el café con cuatro de azúcar, junto con el placer que le producía el aroma de los granos picados en la máquina. Le sonreí.

Y como si tuviera un montón de palabras atragantadas dentro de él, vomitó todo lo que contenía su poblada mente.

Habló tantas cosas que es difícil poder recordar todo. Recuerdo que habló de su felicidad en una vida pasada, de una carrera perfecta, en una universidad perfecta, con amigos perfectos. Me habló también de un instrumento de seis cuerdas amado por él, en el cual se refugiaba cada vez que su lengua no le permitía hablar. Me habló de una familia pequeña que lo consentía en todo. Recuerdo que me contó sobre sus amores, algunos largos, otros tormentosos, otros tantos felices, de diversos sabores y aromas: amores de leche materna, canela, cerezas frescas, putrefacción, y su favorito... el amor con sabor a engaño.

-Bien rico el café- Me dijo, mientras yo lo escuchaba atentamente como si fuera una niña atónita con cuentos de hadas.

-Rico, rico- Reiteró.

Me contó sobre sus trucos de magia, su encantos y desencantos. Habló sobre mundos mágicos con seres mágicos. Me contó sobre su vida entera como si me conociera de una vida entera. De pronto sus ojos se humedecieron.

-¿Sabes? Regalé alas, le di alas a mucha gente y fue un error. Vi alas en personas que jamás tuvieron ni brazos ni piernas- Me decía, mientras yo saboreaba un galleta de vainilla.

-A veces uno se encandila con los ojos de las personas, sabes, crees que todo es transparente y especial, sin embargo hay que saber ver- Dijo. Y yo seguía ahí, atenta.

-Y como regalé y vi alas en personas, también rompí unos cuantos pares y fue mi perdición- No entendía mucho a que iba, pero fuera lo que fuera, podía comprender en parte que era un tema que lo conmovía totalmente. Se sonó para disimular.

-¿No entiendes, verdad? Mira, hace años que no hablaba de estas cosas... hace años que no hablaba en realidad. Sí, yo estaba comprometido, era feliz, tenía todo lo que podía llegar a desear un hombre, mi novia era única en su especie, la más linda, la mejor. Un día, mientras caminaba, una mujer me encandiló... Ya sabes, lo que te decía... -

-Sí, sí entiendo eso- Interrumpí con suavidad.

-Sentí que me enamoraba de nuevo. Era una prostituta, única en su especie, la más linda- Me relataba con total soltura y confianza-. -Ahí todo se fue a la mierda, porque le regalé alas y luego, cuando era tarde, me di cuenta que no tenía ni brazos, ni piernas, ya sabes, ¿no?- Afirmé con mi cabeza.

Por un momento hubo un silencio perturbardor, mientras a él se le humedecían aún más sus ojos. Esta vez cayó una escurridiza y furtiva lágrima, que solo yo percibí.

-Perdí todo, y no por culpa de la prostituta, sino por las alas, ¡las malditas alas que vi en ella! Lo sé, fue mi culpa. Ahí dejé todo, pero jamás me entregué a un vicio, solo decidí vivir en la indigencia a modo de abstraerme del mundo y reparar alas. A eso me dedico ahora, sabes, a eso y a respirar. Nada más.- Casi terminaba, lo sabía por el semblante de su rostro.

-La plata que pido es para eso y para escribir y comer, claro. Siempre escribo, pero los escritos se los traga la ciudad. Y los digiere rápido. No te imaginas. Terminó.

-La cuenta por favor- Dije. Y nos fuimos.

La despedida fue cálida, pero extraña. Él se dirigió a su hogar-estación y yo a cualquier lado. Pensaba en lo triste que era su historia y lo denigrante que debe ser mendigar plata, comida, una taza de café, ilusiones y un oído para que escuchara sus más recónditos recuerdos.

Pobre, no sabe que al ver, regalar, quitar y romper alas, había dejado las suyas en su otra vida. Cuando su vida era perfecta y su novia era la mejor.

"Toda se paga" me dijo una vez una amiga. Y él, ahora paga con su soledad y su oficio: Reparador de alas.

No lo vi nunca más.






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